viernes, 18 de enero de 2013

El ala del sueño



Las aves han sido siempre receptáculo de nuestra proyección. Desde hace miles de años, caracterizamos con base en los rasgos que las hermanan a nosotros. Por eso las hemos dotado de simbolismo: la perdiz, trofeo de cazadores, es sinónimo de astucia; la tórtola, ave esquiva, simboliza la soledad; la golondrina, que ordinariamente cohabita con el hombre, representa la comunión; la gallina resulta por fuerza antonomasia de la cobardía; el halcón, dado que se presta a nuestra mano, es el poder bajo el yugo humano; en la avestruz se reflejan el sueño, la misericordia y la benevolencia.

Hay, además de estas, otras que también han inspirado diversos significados, muchas veces paralelos en distintas y numerosas culturas. Tal es el poder de evocación de algunas que bien podemos llamarlas Aves Mayores. El águila quizá resulte el mejor ejemplo: en la mitología india acompaña al dios Vishnú, emblema del poder, presunto responsable de la creación, la preservación y la destrucción del universo; en la griega es el pájaro de Zeus; se le ha representado luchando contra un dragón, otro ser alado pero, en contraposición, aliado del Mal; posteriormente, por ser la de más alto vuelo, la realeza consideró al águila su fiel representante y la estampó en su heráldica; ha estado tan recurrentemente atada a la idea de victoria que la mitología cristiana la utilizó para invocar la resurrección, representando el triunfo de Cristo sobre la muerte.

Otra ave simbólica es el cuervo. Asociado al infortunio, es el pájaro consagrado casi universalmente a la desgracia: desde los griegos era una creatura profética, y estaba dedicada a Apolo, deidad oracular encargada de la salud y la medicina, que podía llevar enfermedad y plaga a los hombres, o bien su alivio; en la India se le considera la sombra de un hombre muerto, por lo que alimentarlo equivale a nutrir difuntos; en la mitología nórdica acompaña al dios de la guerra, Odín, puesto que guerrear implica alimentar cuervos, amantes de la carroña; se supone que los vikingos usaban el estandarte de este animal para provocar temor en sus adversarios. Dicho talante oscuro asociado al ave negra permeó hasta el cristianismo, donde se le emparenta con el diablo.

En contraposición al cuervo, la paloma es nuncio de la paz, la sencillez, el Espíritu Santo. No sólo eso: aves blancas como palomas también representan, desde los egipcios, el alma humana, alada para elevarse por encima de la vida, ya que el simple vuelo –esa exclusiva de los pájaros– es símbolo de la perfección a la que no podemos aspirar sino muertos. Al vuelo pertenece todo lo sagrado, trátese de superhéroes o ángeles, dioses o almas liberadas, pegasos o pensamientos. Volar es cambiar de nivel, volverse superior a lo terreno: transmutarse espiritual.

Pajareras, colección de aves retratadas al óleo por Jesús Cuevas, pretende ser un collage de la emotividad humana en su estado más puro. Y no sólo de lo emotivo: toda forma de personalidad aspira a cristalizarse en alguno de estos pájaros que no pertenecen a ninguna especie. Copetudos, de cabeza plana, tonalmente exóticos, blanquísimos, alargados, desbordantes, ordinarios, monótonamente nimios, de malévola mirada, redondos, habitantes del lienzo entero (o sólo chispazos en este), con vegetación viva o muerta, dándonos siempre su mejor perfil, estas criaturas de Cuevas son un esbozo que, con su color y tamaño, según su postura individual y con respecto a otros, se definen anclas de una identidad particular, puros, autoreferenciales: esto es, simbólicamente autónomos. En cada cuadro cambia el carácter del animal alado, tal como si la plástica de Cuevas fuera un Fénix –otra ave– que resucita, tras inmolarse en la obra anterior, de sus propias cenizas: así la experimentación del artista; así su estudio, su ensayo sobre la inasible condición humana.

Resulta claro porqué Cuevas no retrató la condición humana basándose en el empaque que nos envuelve: de haber sido así, de haber abandonado el terreno de lo ideal-imaginario para trasladarse al más llano y ramplón realismo, pronto sus planes habrían sido derrotados: el hombre que vuela, de nombre Ícaro, cae al mar, muere ahogado. Los pájaros son, en cambio, etéreos, ideales.


Jorge Degetau












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